El misterio roto

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He perdido la cuenta de los años que han pasado. Llevo en esta familia desde el siglo XIX, pero pese a mi frágil memoria de viejo, recuerdo que, pocas veces, me han usado para lo que fui concebido. Y cuando lo han hecho, ha sido a solas, apartándome a lugares de silencio. Pero me gustaba lo que sentía cuando me tenían acunado entre las manos, porque durante un tiempo breve me transmitían su tibieza, templando mi cuerpo metálico. La caricia de los dedos, cerrados entorno a mí -el rato que duraba un misterio- calentaba mis doloridas cuentas, adormeciéndome con el íntimo aliento de la oración que salía de sus labios, como un susurro leve de nana. Labios femeninos, porque mis dueñas siempre han sido mujeres. Ellas sabían cómo tocarme, y mis huesos frágiles de plata agradecían el trato delicado de sus gestos.

Sin embargo, solo una vez encontré sentido a mi existencia en esta familia. Aquella vez en que un tirón brutal en mitad de una pelea fracturó los tendones de mis cuentas labradas. El dolor fue grande, tanto el mío como el suyo. Quedé partido en dos, olvidado como un inútil instrumento cuyo poder ya no sirviera para invocar a Dios. Pero así, roto y lisiado de plegarias, fui más útil que entero. La oscuridad de aquél cajón donde ella me guardó, no me impidió escuchar, amortiguados, los gritos y las discusiones, el llanto silencioso que tragaba cada noche. Aunque se confiaba poco a mí, yo conocía su desgracia. Sé que no era feliz con él, que no la quería… ni a ella ni a los hijos que había tenido con ella. Que estando acompañada, cada vez se sentía más sola y desdichada.

Pero una mañana me sacó del cajón y me colocó cuidadosamente en una cajita. Al principio no entendí adónde me llevaba: aquello no era una iglesia, ni una capilla sombría. Era un despacho confortable y luminoso, pero austero, con un escritorio clásico y dos sillas, una frente a otra. Se saludaron, y él la invitó a tomar asiento. Cuando me cogió de su bolso, mi pobre cuerpo mutilado volvió a sonar con la música olvidada de mis cuentas, chocando entre sí. Sentí el temblor de sus manos, pero aquel era distinto. No era un temblor desconfiado de gato huérfano, ni estaba impregnado de miedo como los otros. No… soy viejo pero no soy tonto: era un cataclismo de mujer enamorada.

Me sostuvo en su regazo mientras se confesaba, delante de aquel hombre joven, vestido con sotana. Él la miraba con la azul intensidad de sus ojos limpios. Nerviosa, intentó mantener una conversación simple con él, repasando mis cuentas de una mano a otra. Parecía que sólo estaba allí por el puro placer de ser escuchada, y de encontrar consuelo en su voz dulce y varonil. Pero yo aún no entendía qué hacía allí. Comencé a sentir el calor inmenso que desprendían sus manos, que acabaron mojándome de sudor. De repente, se acordó de mí. Hace tiempo que está roto. Era de mi abuela, luego pasó a mi madre y ahora es mío. Me da pena porque es de plata antigua y está labrado a mano ¿Sabe Ud. de alguien que pueda arreglármelo? El religioso asintió con una sonrisa que la desarmó. Él mismo se encargaría, le dijo. Ella extendió la mano donde me tenía ovillado y durante un instante pude percibir la energía de sus dedos entrecruzándose, rozando imperceptiblemente la piel del otro. El tiempo se detuvo. Y yo me quedé así, suspendido en esa caricia fugaz, entre las cadenas invisibles de sus miradas extasiadas. Le dijo que tendría que volver ella en persona a buscarme, y sola. Si en ese momento no hubiera estado sentada, sé que se habría fundido lentamente, derretida como una vela al sol.

Me dejó en sus manos, que tenían un tacto diferente, delicado pero robusto como su fe. Entonces me di cuenta: yo era la excusa. Ella me dejó allí con él, y por primera vez en más de un siglo, dormí fuera de mi casa. Pero no me importó, porque nunca la había visto tan contenta. Estuve semanas enteras en un cajón, escuchando que no estaba listo aún, que el joyero tenía trabajo, que había ido varias veces a preguntar por mí. Y entonces podía oír la campanilla de su voz, respondiendo que no importaba, que volvería las veces que hiciera falta. No me cuesta nada pasarme por aquí al volver del mercado, dijo, estoy cerca.

Demasiado cerca, le susurró por fin una tarde que yo creí que nunca llegaría. Esta vez fue él quien tuvo que confesar, vaciarse como nunca en su vida, y pedirle que no volviera. Por qué, le preguntó, deshecha de pena. Porque ella le hacía dudar… porque temblaba solo con oír sus pasos acercándose por el pasillo… porque hacía tambalear los cimientos de una vocación que creía firme… porque jamás había sentido algo tan inmenso por alguien que no fuera Dios. Nunca había rezado antes con tanta fuerza para pedir auxilio. Ella estaba casada, tenía cuatro hijos pequeños. ¿Qué futuro podían tener? ¿Qué podía ofrecerle él? Ella siempre pensó que el amor era ese infierno que vivió durante diecisiete años.  Con él, descubrió que era otra cosa… ahora no podía pedirle que se fuera. Perdóname, le dijo, no sé si sabré besarte bien. Es la primera vez que beso a una mujer.

Recuerdo que sentí mucha pena por ambos, la fuerza de ese sentimiento no era pasajera. Puntual, los miércoles de cada semana, ella llegaba al despacho. No hacían nada especial, sólo cogerse de las manos y llorar, preguntándose qué harían. La coartada que tenían conmigo no sería eterna. Su marido podía sospechar, seguirla y descubrirla. Pero se amaban tanto, que no podían evitar correr ese riesgo. Si alguna vez te sigue, le dijo, dile que has venido a buscar el rosario de plata que me mandaste arreglar. Yo estaba ahí, en el cajón, como la excusa perfecta que explicaba su presencia en el despacho del director del colegio de sus hijos.

Y así me quedé, escondido en la penumbra de aquel escritorio, cómplice y testigo de aquel amor clandestino, hasta que su mano me sacó por fin de mi confinamiento para ser llevado a una joyería. Iban a repararme ¡Qué tarde tan gloriosa!

En la mesa más apartada de un bar, sus manos cálidas y fuertes me pusieron en las de ella, hecho un ovillo de frialdad reluciente. Ya está arreglado, le susurró. El nido familiar de sus manos me envolvió, mientras sonreía triste. Él la miró. Tómate el café, ahora mismo vamos juntos a hablar con tu marido. Nos llevamos a los niños. Ante la verde y atónita mirada femenina, tomó sus manos y aclaró decidido. No voy a seguir escondiéndome, ni tú tampoco. No me avergüenzo de nada. Igual que este rosario que me trajiste, yo me quedaré roto si no estoy contigo.

Y dejaron de esconderme también a mí: llevo años protegiendo orgulloso el coche de la hija que ambos tuvieron, colgado de un espejo. Pero como todas las cosas viejas que guardan algún secreto, estoy acostumbrado a ser discreto, porque esa es mi naturaleza.

Solo diré que, convertido sin quererlo en salvoconducto de un amor que duró hasta más allá de la muerte, nunca estuve tan alejado de mi piadosa tarea. Y sin embargo, no me arrepiento. Ha sido cuando más cerca me he sentido de Dios.

 

4 comentarios en “El misterio roto

  1. Emocionas… Laura y eso es vivir un poco fuera de tu cuerpo, emocionar es golpear el corazón de tus seguidores, lectores, amigos… para decirnos no solamente lo que piensas, lo que sientes sino para revelar una dicha aún más grande, que estamos vivos.
    Todas estas torpes palabras son para agradecerte ser parte de mi.
    Un beso.
    Luisma.-

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    • Madre mía, Luisma, tú sí que me has conmovido! Si son torpes tus palabras, no quiero imaginar cómo serán cuando te recreas😊; por eso, te agradezco de corazón que hayas dedicado tu tiempo a entrar en este humilde blog para leer mis cosas, las más intimas. Y para halagarme con una forma muy hermosa de manejar las palabras. Deberías pensar en escribir, lo haces muy bien. Gracias otra vez. Un beso.

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